«La responsabilidad social no es algo que está reservada a las grandes corporaciones. También en las pequeñas y medianas empresas es posible cultivar esta visión.»
Uno de los conceptos más usados, y a la vez más difusos cuando se habla de empresas y desarrollo es el de responsabilidad social empresarial (RSE). Para varios, sigue siendo sinónimo de filantropía, donaciones esporádicas o campañas de buena voluntad y para otros, es simplemente cumplir con las leyes. En la práctica empresarial actual, el concepto ha evolucionado, y hoy, más que una acción puntual o un gesto simbólico, la responsabilidad social es una forma de gestionar el negocio atendiendo al entorno y con sentido de propósito.
Durante muchos años, especialmente bajo la influencia del enfoque económico clásico, se entendió que el único deber de una empresa era generar utilidades y desde esa perspectiva, cualquier decisión que desviara recursos hacia fines sociales o ambientales era vista como una carga innecesaria o incluso como una irresponsabilidad hacia los accionistas.
Pero hoy, esa visión ya no es suficiente. En un mundo marcado por crisis ambientales, desigualdades crecientes, desconfianza institucional y consumidores cada vez más informados, la empresa ya no puede operar como si estuviera en una burbuja aislada de su entorno. Su legitimidad y sostenibilidad dependen, cada vez más, de cómo se relaciona con sus trabajadores, con la comunidad, con el medio ambiente y con sus diversos grupos de interés.
Hoy, hablar de RSE implica mucho más que no contaminar o cumplir con las leyes laborales. Significa, por ejemplo, adoptar prácticas éticas, pagar impuestos de forma justa, promover la equidad de género, establecer relaciones laborales decentes, tener canales de participación ciudadana reales, e incluso anticiparse a las demandas sociales futuras. En otras palabras, se trata de entender que la empresa es un actor social con poder e influencia, y como tal, debe ejercer ese poder con responsabilidad.
En el caso chileno, si bien aún queda camino por recorrer, hemos sido testigos de avances importantes. Cada vez más empresas incorporan criterios ESG (ambientales, sociales y de gobernanza) en sus reportes anuales, se adhieren a estándares como el Pacto Global de las Naciones Unidas o se alinean con los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Algunas han comenzado a transitar desde un enfoque reactivo -hacer lo mínimo para evitar sanciones- a uno proactivo, en el que la sostenibilidad se convierte en parte integral del modelo de negocio.
¿Quiénes son hoy los «interlocutores» de una empresa? Ya no son solamente clientes y accionistas. También está el Estado y sus políticas regulatorias; las comunidades que exigen participación y beneficios concretos; los trabajadores y sus legítimas aspiraciones de bienestar; los medios de comunicación, los gremios, las ONG, e incluso las futuras generaciones, que esperan empresas responsables con el planeta en que vivirán.
No se trata de exigir que las empresas sustituyan al Estado o se conviertan en organizaciones sin fines de lucro. Se trata de comprender que en la interdependencia del siglo XXI, el éxito empresarial está cada vez más vinculado al valor que se genera en conjunto con la sociedad. Muchas veces, una empresa que cuida su entorno, que innova con criterios éticos y que se compromete con su gente, termina siendo más rentable y sostenible que aquella que solo se guía por el corto plazo.
En el ámbito local, en que tantas pymes cumplen un rol económico y social clave, también es posible cultivar esta visión.
Carlos Baquedano Venegas, Facultad Ciencias Económicas y Administrativas, Universidad de Concepción. Columna opinión de El Sur, Viernes 08 de agosto 2025 |
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