«Así pues, el «capitalismo totalitario» no está exento de fallas. Estos sistemas, aunque eficientes a corto plazo, enfrentan tensiones inherentes entre el control y el mercado.»
Imagina un mundo donde el mercado es muy eficiente pero el control sobre las personas es asfixiante. Pues aunque parezca sacado de una película distópica, esto es básicamente lo que viven los ciudadanos de China o Singapur. Estos modelos híbridos de «capitalismo totalitario» -como los bautizó el filósofo Slavoj Žižek- han demostrado que la lógica del mercado y el control social centralizado no solo pueden coexistir, sino que pueden hacerlo con sorprendente éxito. Pero, ¿a qué precio?
Lo primero a notar es que este tipo de control no es nuevo-los vikingos ya lo practicaban cuando pasaron a gobernar las tierras que antaño saqueaban- pero que con la interconexión económica y las herramientas tecnológicas avanzadas actuales, estos sistemas han alcanzado una nueva dimensión. Así, el gobierno chino es un actor dominante en sectores clave como la energía y la banca pero no se entromete en áreas menos estratégicas; y el pequeño Singapur ejerce un meticuloso micro-control sobre su infraestructura y economía aunque sin agobiar su capacidad operativa. El resultado: crecimiento económico sostenido, estabilidad política y un orden social que parece funcionar.
Sin embargo, la pregunta clave es si esto puede considerarse un verdadero progreso. Ciertamente estos países autoritarios tienen ventaja por sobre las democracias liberales en cuanto que las últimas, al proteger los derechos individuales, tienen más restricciones en su proceso de toma de decisiones (tienen menos opciones entre las cuales elegir), lo que explicaría el relativo «éxito» de los capitalismos totalitarios en nuestros días. Pero si el crecimiento económico se logra a costa de la libertad, ¿estamos realmente «avanzando»?
Así pues, el «capitalismo totalitario» no está exento de fallas. Estos sistemas, aunque eficientes a corto plazo, enfrentan tensiones inherentes entre el control y el mercado. Cuando esta tensión crece hasta tornarse una disyuntiva, los regímenes suelen priorizar la estabilidad política por encima del crecimiento económico, lo que puede llevar a crisis sociales que, ante la imposibilidad de alternancia política de forma democrática, deriva o bien en represión o bien en revolución. Un ejemplo del segundo caso es la caída de Fujimori en Perú: mantuvo el control por años pero eventualmente colapsó bajo el peso de las protestas populares. En la antigua Roma, mientras tanto, las tiranías -aunque diseñados para ser soluciones temporales- con frecuencia se convirtieron en regímenes opresivos permanentes.
La pregunta que surge ahora es, ¿y esto a mí cómo me afecta? Uno puede creerse protegido de estos abusos por vivir en una democracia, pero -aunque con formas más sutiles- incluso las democracias pueden adoptar políticas de control social: la manipulación en redes sociales, la censura digital y el cabildeo político son mecanismos que, aunque no tan evidentes como los de los regímenes totalitarios, tienen el mismo propósito de influir y controlar la opinión pública. El riesgo de este suave deslizamiento hacia menores libertades es el de la proverbial rana en el agua que hierve lentamente: podríamos soslayar la amenaza hasta que sea demasiado tarde. Y entonces, cuando miremos hacia atrás, quizá descubramos que ese aparente éxito fue simplemente el preludio de una crisis más profunda.
Dr. Miguel Sanchez Villalba, Facultad Ciencias Económicas y, Administrativas, Universidad de Concepción. Columna opinión de El Sur, Viernes 13 de diciembre de 2024 |
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